EL VENDEDOR DE HELADOS
Lo conocí una tarde calurosa del mes de julio, cuando la gente paseaba felizmente por las calles, despreocupada ya de cualquier problema y recién iniciadas las merecidas vacaciones de verano.
Por fin encontré una heladería. Hacía esquina entre dos calles céntricas y bastante transitadas de la ciudad. Sobre la puerta, un enorme cartel anunciaba las habilidades mediterráneas: HELADOS ITALIANOS CASEROS.
Al principio, mi cabeza estaba totalmente centrada en leer todos los sabores que contenía aquella nevera multicolor, mientras intentaba convencerme a mí misma de que el helado de tres bolas iba a ser demasiado grande y además engordaría a razón de kilo por bola; no sé cómo ocurre, pero es así.
Entonces me dijo algo que captó mi atención: - Nata con cerezas, no vas a cambiar de parecer ahora.
Yo levanté la cabeza y lo miré. Era un hombre de unos cincuenta y pico años. Conservaba una espesa cabellera gris. Su cara estaba marcada por los surcos de la edad, pero su boca lo rejuvenecía mostrando una perfecta y blanca sonrisa. De facciones amables y ojos azules, el hombre me volvió a hablar con su acento extranjero: - Yo creo que dos bolas serán suficientes, no vayas a perder la línea.
- De acuerdo, le dije. - Dos bolas de nata con cereza. Y le sonreí, cómplice de su misterio.
Le pagué con un billete de cinco euros. Al entregarme el cambio dijo algo muy extraño: - No te preocupes, te llamará. Yo puse cara de no entender su idioma y cogí el cambio.
Me fui con mi helado de dos bolas pensando en el misterioso hombre capaz de adivinar los sabores. ¿Sabría algo más? Entonces, sonó el teléfono.
Continué caminando por la calle, con el helado en una mano y el móvil en la otra, intentando concentrarme para no pegarle un lamentón al móvil o intentar mantener una conversación a través del helado. Mientras un tipo muy agradable del banco donde acababa de abrir una cuenta se interesaba por si ya había recibido mi nueva tarjeta de crédito, yo me preguntaba, cómo sería la voz del contestador automático con el que tendría que pelearme cuando tuviese cualquier problema con el banco.
Ese día recibí un montón de llamadas de teléfono: el del banco, mi mejor amiga, mi madre, un tipo de Barcelona que preguntaba por Antonio ¿?, una compañera del trabajo que me pedía un número de teléfono, mi hermano, que quería que lo acompañase a buscar un regalo para su novia... Pero ninguna de ellas me pareció "su llamada". Ese "te llamará" no podía referirse a ninguno de ellos. Así que, quitándole importancia a mi encuentro con el pitoniso heladero, proseguí mi jornada vacacional y decidí irme a la playa. Hacía un día estupendo y me apetecía relajarme con un libro mientras me hundía en la arena rubia de la playa más cercana. Así que, tras disfrazarme de veraneante mallorquín con mi sombrero de paja y mis gafas de de imitación de Dior, me embutí en un pareo rojo que me daba cierto aspecto de chorizo de Pamplona y me fui decidida a pasar el día conmigo misma.
Estuve en la playa hasta que mi piel ya no admitía más factor de protección solar ni más arena adherida. Así que decidí volver a casa. Al dejar las cosas en el maletero del coche y volver a coger el móvil vi que en él había una llamada perdida, pero era un número que no me aparecía en la agenda. -¿Será esta la persona misteriosa? pensé; y marqué la rellamada.
Al otro lado del teléfono me contesto una voz de chico muy alegre: - ¡Cuánto tiempo, Sandra! Ya pensaba que me habría equivocado de móvil.
- Pues sí, mucho tiempo, tú... fíjate que ya ni mi teléfono se acuerda de ti... ¿le refrescas la memoria?
- ¡Soy Iván! -¿Iván? ¿Qué Iván?
- Bueno, te parecerá un poco raro, y al igual ya ni te acuerdas de mí. Nos conocimos hace muchos años, muchos años...
Yo, que le había dado al Google de mi memoria, intentando recordar todos los Ivanes que había conocido en mi vida, sólo recordaba uno, que no hacía tanto que había visto y cuya voz no se parecía en nada a la de éste. Y luego, el otro Iván... que ése, era imposible.
Él continuó hablando: - Bueno, sé que te pensarás que estoy loco, pero todos estos años me he preguntado qué sería de ti.
-¿Pero quién eres?, le interrogué yo, víctima ya de la impaciencia. Él comienza a hablar de nuevo, pero los teléfonos móviles siempre eligen el mejor momento para quedarse sin batería. ¿¿¿Dónde hay un enchufe en esta playa????
Ese día me quedé con la incógnita de quién sería Iván. Al día siguiente, volví a la heladería. Cuando caminaba por la calle pensé: - Hoy voy a cambiar de sabor a ver qué me dice el heladero: me voy a tomar un vasito de helado de mango.
Cuando llegué a la heladería, el heladero me saludó sonriente y me preguntó:
- ¿Qué le pongo, señorita?
- ¿Qué me recomienda? - le pregunté yo
- Pues yo le recomiendo el helado de dulce de leche, que seguro que a usted le encanta.
- ¡Dulce de leche! Es mi debilidad, ni siquiera sabía que lo tenían. No estaba en el expositor. -¿Pero y dónde lo tienen? - le pregunté yo.
- Lo tengo dentro, lo he hecho hoy. – respondió el heladero.
Directamente me puso dos bolas en un vasito de un jugoso helado de dulce de leche rociado con caramelo y almendras picadas.
Este hombre me conoce - pensé yo - o es telépata de los gustos.
- Muchas gracias -le dije, - aquí tiene el importe.
- ¿Te llamó, verdad? - me preguntó él.
- ¿Quién? - le pregunté yo, haciéndome la loca.
- Pues alguien a quien conociste cuando eras una niña.
Creo que los ojos se me salían de las órbitas y se me derritió la mitad del helado mientras caminaba fuera de la heladería, aún alucinada por las palabras del heladero.
Cuando era niña, solía jugar con los niños de los pocos vecinos que había cerca de mi casa. Era una zona residencial, con poco tráfico y donde podíamos jugar libremente sin peligro.
Yo tenía seis años, cuando Iván, el vecino de en frente de mi casa, que tenía ocho años, me hizo bajarme un día de la bicicleta y me preguntó que si quería ser su novia. - Déjame pensarlo, le dije yo. Me alejé unos metros y me senté en el borde de la acera. Tras deliberar unos dos minutos, me acerqué hasta él y le dije: - Vale-. Y ya éramos novios.
Ese día me llevó a su casa, donde yo iba a veces con su hermana Cristina, que era un año menor que yo. Eran hijos de una pianista excéntrica, que los alimentaba a base de fruta. Mi madre siempre la criticaba por no prepararles comidas adecuadas para su alimentación, pero yo los envidiaba porque no tenían que comerse los terribles platos de verduras que me hacían comer a mí.
Cuando estábamos en su casa, me invitó a algo de fruta, y luego me llevó hasta el piano. Tocó para mí. Yo creo que con ocho años, no sería un gran pianista, pero mi recuerdo es como si un pequeño Beethoven me hubiese ofrecido un recital.
La historia de mi primer amor no duró demasiado (tal vez como presagio de lo que serían el resto). A los pocos días, jugábamos como siempre con las bicicletas. Estaban Iván, Cristina y mis dos hermanos. Los chicos querían jugar un partido de fútbol, pero no tenían el balón a mano y querían que yo fuese a buscarlo a casa. Yo, por supuesto, le dije a mi hermano: - Vete tú-. Iván trató de convencerme: - Acuérdate de lo del otro día-, me dijo mientras mi hermano sonreía intentando imaginarse algo más. Yo le contesté implacable: - Yo no me acuerdo de nada.
Y así terminó nuestra relación.
Al poco tiempo, sus padres vendieron la casa y se mudaron. Nunca más supe de ellos; nunca los volví a ver. Y siempre me pregunté qué habría sido de la vida de Iván, el niño pianista, mi primer amor.
Por eso, cuando recibí la llamada e intenté rememorar todos los Ivanes que conocía, aunque me acordé de él, era absolutamente imposible. Había pasado demasiado tiempo. Nuestra amistad se redujo a unos pocos meses durante la niñez y no teníamos ninguna forma de contacto ni más amigos en común.
Yo había intentado volver a marcar el número del Iván misterioso sin ningún éxito. El teléfono no daba siquiera señal. Así que intenté no pensar más en el tema.
Probablemente, el vendedor de helados era un falso adivinador del futuro y sólo intentaba engancharme a esa mezcla monstruosa de sabores que empezaba a acumulárseme en las cartucheras. Ese día no comería helado.
Pero a pesar de todo, me acerqué por la heladería, intentando sacarle conversación al heladero:
- Buenos días, ¿sabe dónde puedo encontrar una librería por aquí cerca? -, le pregunté; aunque sabía perfectamente que por allí no había ninguna.
- Por esta zona no hay ninguna- , me contestó.
Me pareció leer en su rostro que adivinaba mis intenciones.
- ¿Un heladito?, preguntó.
- No, hoy no. Estoy a régimen.Como empezaba a suponer, sin helados no había predicciones. Tal vez el hombre las utilizaba para atraer a la clientela. Yo, que me temía que me iba a quedar sin mi ración de misterio diaria, intenté otra táctica:
- ¿Es usted italiano, verdad?
- Sí, en efecto. Soy de la provincia de Florencia.
- Me han dicho que esa zona es muy bonita-, añadí yo, intentando sacarle conversación.
- Lo es, pero las mujeres españolas saben cómo convencerte para arrastrarte tras ellas - contestó con una sonrisa encantadora.
-¿Está usted casado con una española? - continué yo, ya más confiada en el éxito de mi interrogatorio.
- Así es. Llevamos ya treinta y tres años juntos y tenemos tres hijos y dos nietos.
- ¡Vaya, toda una vida! Me tendrá que contar el secreto algún día.
- Algún día... te lo contaré.
Continuamos hablando por espacio de veinte minutos. Me contó algunas cosas de su vida, hasta que de pronto me preguntó:
- ¿Qué haces mañana? - Pues no sé... Estoy de vacaciones.
- Mañana cierro la heladería. Si te apetece, te puedes venir con mi mujer y conmigo. Me gustaría enseñarte algo.
- Bueno, si no es mucho tiempo... Ese día no hubo predicciones, pero acababa de descubrir a una persona extraordinaria.
Al día siguiente me presenté puntualmente en la puerta de la heladería a la hora acordada. Nino, que así se llamaba el heladero, apareció al momento con su mujer, Marisa, haciendo las debidas presentaciones.
Marisa era una mujer risueña. Era tan alta como el heladero y guardaba una de esas bellezas perennes que hacen que cualquiera que la vea sienta simpatía por ella. Su melena morena y rizada la llevaba recogida con una tela a modo de turbante que le daba un aspecto bastante exótico. Iba vestida con una falda a juego con el turbante, de color negro y azul turquesa y una blusa negra muy escotada que dejaba entrever una pechuga que no conocía la ley de la gravedad.
- ¿A dónde vamos? - pregunté yo.
- Te voy a enseñar a qué se dedica Marisa- , me dijo el heladero.
- No es muy lejos, podemos ir andando.
Caminamos varias calles charlando animadamente sobre Italia y España y sobre nuestras preferencias culinarias. Por fin, nos detuvimos en la puerta de un edificio, donde un cartel con letras muy modernas anunciaban: GALERÍA DE ARTE.
Al lado del la puerta, un cartel con foto anunciaba la exposición de Marisa.
En seguida, se hizo un corrillo alrededor de Marisa de gente que la saludaba y la alababa por su trabajo
El heladero se retiró conmigo a enseñarme cada cuadro. Marisa pintaba, aunque también había algunas esculturas suyas.
Su estilo era surrealista. Sus cuadros impactaban. Me recordaban a esos jeroglíficos que aparecían en las revistas donde tenías que averiguar el mensaje escondido y se lo comenté a Nino.
- Así es, Sandra. Cada cuadro tiene un mensaje y una historia. Cada cuadro ha sido pintado en un momento determinado para una persona concreta.
Me explicó que Marisa y él se habían conocido en Italia. Durante esa época, Marisa era una joven pintora ansiosa por ver mundo y llegó a Italia deseosa de ver con sus propios ojos el país que había sido cuna de tantos artistas y donde se albergaba un sinfín de obras e historias que la inspirarían en su desarrollo artístico.
Fuimos avanzando por la galería, mientras yo contemplaba detenidamente cada cuadro, intentando descifrar los mensajes ocultos de los que me hablaba Nino.
Hacia el final, en una pequeña sala, había un gran cuadro que se encontraba solo. Este cuadro me atrajo más que ningún. En él aparecían, entre otras imágenes, la representación de un teléfono móvil.
- Este es tu cuadro -, dictaminó Nino. - ...y el motivo de que te haya traído hasta aquí.
- Pero Nino, no entiendo nada. Explícame todo esto. Desde el otro día estás haciendo profecías.
Esa tarde, después de la exposición fuimos a merendar Marisa, Nino y yo. Fue entonces cuando me contaron su historia. Marisa había conocido a Nino después de varios días en Florencia, cuando alguien la sorprendió llamándola por su nombre. Era Nino, que se disculpó y le dijo que tal vez era un atrevimiento por su parte, pero que la noche anterior había soñado con ella y en sus sueños él la llamaba Marisa.
Marisa, que no hablaba bien el italiano por aquel entonces, creyó que le estaba entendiendo mal. El era un joven guapo de ojos claros con la sonrisa más bonita que ella había visto jamás. Así que pasaron la tarde paseando por la ciudad, mientras él le enseñaba los lugares más destacados de ésta. Se vieron cada día a partir de entonces.
Marisa me contó que Nino tenía un don desde muy pequeño. Era capaz de ver cosas que iban a pasar o que ya habían pasado. No lo hacía a través de las cartas, ni leyendo las líneas de la mano, ni a partir de ningún otro método. Simplemente, cuando veía a alguna determinada persona, en su cabeza se le aparecían hechos que él cuando hablaba lograba que tuviesen forma.
- ¿Y yo soy una de esas personas?- , pregunté.
- Exacto. Pero yo ya sabía de ti incluso antes de que vinieras a comprar helados.
- ¿Y cómo es eso posible?- Verás, Hace unas dos semanas. Apareció un joven por la heladería. Su nombre es Iván.
- ¿Iván?, - repetí.
- Sí; déjame acabar. Vino a comprar unos helados. Y entonces, tuve una de esas visiones. Los vi juntos en la heladería. A ti y a él. No me preguntes por qué, porque no tengo ni idea. Sólo sé que a ti nunca te había visto antes y cuando apareciste a comprar un helado, tenía que captar tu atención como fuera. Adivinar los sabores de los helados me resulta relativamente fácil, aunque no suelo utilizarlo con mis clientes.
- Entonces, ¿él es el Iván que conocí cuando era pequeña?
- Pues apostaría a que sí. A veces, cuando hablaba con él, veía a una niña en bicicleta.
- ¿Y qué sabe de él?
- Pues sé que es pianista y estos días se iba a dar un concierto a Bélgica.
- Mmmmm.... Por eso no lo localizaba.
Le conté a Nino lo que me había ocurrido después de abandonar la heladería el primer día.
- ¿Y cómo consiguió mi número de teléfono? ¿Por qué me buscaba?
- Bueno, yo sabía tu nombre y le conté las imágenes del pasado que me venían a la cabeza. Creo que él hizo el resto. Probablemente volvería a su antigua casa y preguntaría a algún vecino.
- Mi madre aún vive ahí.
- Pues puede que ella le haya dado tu teléfono.
- Me habría dicho algo...
Entonces me volvió a la mente el cuadro...
- ¿Y el cuadro de la exposición? ¿Qué tiene que ver con todo esto?
- Cada cuadro de la exposición muestra imágenes de la vida de personas que he conocido. Marisa tiene un gran arte para expresar lo que yo le cuento. Ella plasma en sus cuadros mis visiones, de la manera que ella las entiende. Y hasta ahora, su pintura se ha cotizado bien - me explicó Nino.
Al regresar a casa no pude dejar de darle vueltas a la cabeza. Llamé a mi madre y le pregunté si alguien había estado preguntando por mí. Me dijo que a ella no le había preguntado nadie y que cuándo me dignaba a pasar a verla, que ya hacía días que no me veía el pelo. Después de prometerle que me pasaría al día siguiente, me fui a la cama.
Esa noche tuve extraños sueños. Soñaba que yo era una niña pequeña y un pianista con frac me tocaba una serenata al pie de la ventana con un gran piano de cola negro.
A la mañana siguiente me levanté temprano. Los domingos me gusta desayunar tranquila en algún bar relajada, leyendo algún libro o revista. Ese domingo, compré el periódico, porque no llevaba nada que leer. Un camarero alto con la nariz prominente y los labios finos vino a atenderme con esa cara de indiferencia que sólo saben poner aquellos que hacen su trabajo como máquinas, sin alegría, sin empeño. Pedí un café con leche y un croissant y me sumergí en la lectura de los acontecimientos del mundo.
Mientras hojeaba el periódico, algo en la sección de cultura llamó mi atención. El titular decía: "El pianista Iván de Lara regresa a España tras un impecable concierto en Gante". Leí detenidamente el artículo, que era uno de esos artículos grises e informativos que se limitaba a dar una serie de datos acerca de un acontecimiento. Pero no conseguí averiguar nada más de Iván. No hablaba de su carácter, de su forma de moverse, de su humor, de su pelo liso y castaño. ¿Seguiría siendo así? Lo recordaba con un pelo cargado y liso más largo de lo habitual en un niño de nuestra generación. El artículo iba acompañado de una foto donde aparecía un gran teatro repleto de gente vestida de gala con un gran piano al fondo y un borrón detrás de éste, que probablemente sería Iván.
Acabé de desayunar y recorté cuidadosamente el artículo del periódico, guardándolo bien doblado dentro de mi bolso. Dejé el periódico en el bar, por si alguien no tenía qué mirar mientras desayunaba. Pagué la cuenta y salí rumbo a la heladería.
Cuando llegué a la puerta, ésta estaba cerrada, aunque había luz en su interior. Toqué varias veces sobre el cristal. Se asomó una señora que parecía estar limpiando y me dijo que los domingos no abrían hasta la tarde y que Nino no iba, sino atendía una chica que contrataba para esos días.
Yo no tenía su teléfono y no sabía cómo contactar con ellos. Así que sin pensarlo, me dirigí hacia la galería de arte, pensando que tal vez allí tendría más suerte.
Por el camino, me llamó la atención un barrendero que tendría unos treinta años y que cuando levantó la cabeza para mirarme, no pude por menos que fijar la vista en él. ¿Cómo podía ser tan guapo? Ese chico podría ser perfectamente modelo y allí estaba, limpiando las calles de papeles. Tras sentirme perseguida por su mirada, continué caminando sin detenerme hasta la puerta de la galería. Estaba abierta y parecía tener bastante movimiento de gente. Se ve que los domingos es un buen día para los paseos culturales.
Busqué entré la gente y por fin sonreí. Allí estaba Marisa, hablando con un hombre mayor que parecía muy interesado en un cuadro.
Me saludó con una sonrisa y un ademán de cabeza mientras hablaba con él y yo esperé pacientemente mientras miraba sin demasiado interés los cuadros que ya había visto.Cuando Marisa acabó de hablar con aquel hombre, se acercó a mí.
- ¡Hola, Sandra! ¡Qué alegría que hayas venido! Dijo mientras se acercaba y me daba dos besos.
- Hola, Marisa. Me acerqué por la heladería, pero no había nadie así que pensé que tal vez aquí...
- Nino ha ido a visitar a unos amigos. Yo tenía que venir por la galería y ya acabo de vender dos de mis cuadros ¿no es genial?
- Es fantástico. Hasta yo te compraría uno si tuviese dinero.
- No hace falta. Hay un cuadro para ti. Es un regalo. ¿Recuerdas el cuadro grande que viste el otro día? Esa es la copia. El primero que pinté es más pequeño y siempre los regalo a sus legítimos inspiradores. Gracias a esos cuadros, la exposición cobra sentido. Tú aún no entiendes el tuyo, porque va adquiriendo sentido a medida que suceden los acontecimientos que prevé.
-¡Vaya! Me dejas sin palabras. Pero me encantaría poder entender algo más de ese cuadro.
- Nino te lo podrá explicar mejor que yo, ya que yo sólo me limito a pintar lo que él ve en su interior.
- ¡Ah, se me olvidaba! - Saqué el recorte del periódico de mi bolso y se lo entregué a Marisa, que lo leyó y luego levantó la mirada y me dijo:
- Parece que pronto vas a tener una cita con tu amigo de la infancia.
- ¿Tú crees? - pregunté yo.- Por supuesto. Eso ya te lo contó Nino.
Entonces me repitió una frase que ya me empezaba a parecer familiar:
- No te preocupes, te llamará.
Marisa me invitó a ir a su casa el jueves, para recoger ese maravilloso cuadro que me regalaba. El cuadro era ininteligible; por más cosas que había en él yo no lograba entender nada. Necesitaría de un traductor experto en parapsicología pictórica para ser interpretado.
Como aún era lunes y me quedaban varios días por delante, decidí postponer mis intrigas para más avanzada la semana y como aún estaba de vacaciones, llamé a mi amiga de toda la vida que me había llamado anunciándome que estaba embarazada.
Quedé con ella en casa. Lucía vivía en un noveno piso. Cuando llegué, el ascensor tenía un cartelito de: "Averiado, disculpen las molestias". Así que cogí aire, y comencé a subir las interminables escaleras hacia el cielo. Por el camino me crucé con tres niños, un perro, un mensajero cabreado, dos señoras con bata de boatiné hablando de puerta a puerta y un empleado de la compañía de electricidad sudoroso. -Sí que hay tráfico por aquí hoy- pensé.
Cuando pensé que había subido tanto que ya no había presencia de oxígeno, pues me era dificultosa la respiración y mis piernas estaban temblorosas, vi por fin el ansiado cartelito del 9º. Toqué al timbre con un esfuerzo supremo de elevación de mi mano.
- ¡Sandra! -Saludó Lucía. - ¿Pero has subido caminando?
- El ascensor estaba averiado - resoplé yo.
- Hay otro ascensor por la parte trasera, sólo tienes que cruzar el pasillo que da al otro bloque.
- Je, je. ¿Y me lo dices ahora, que he perdido el espíritu subiendo?
Nos abrazamos y la felicité por su próxima maternidad. Entonces, sin pensarlo mucho le dije:
- Va a ser niño.
- ¿Ah, sí? ¿Ahora eres adivina? - dijo ella sonriendo.
- No. O sí... quién sabe. Lo cierto es que nunca me he equivocado - repliqué yo.
Y me quedé pensando acerca de ello. Tal vez yo también tenía un don inútil que sólo servía para adelantarme a una ecografía.
Lucía estaba muy emocionada, pero me confesó que el parto le daba bastante miedo. Las mujeres siempre nos hemos preguntado cómo sale un niño por un agujero tan pequeño. Ya sé que se dilata, pero aún así, sigue siendo un misterio.
Estuvimos dos horas hablando y luego me despedí de ella. Sabía que aunque no perdería su amistad, todo cambiaría a partir de entonces. Tendría más preocupaciones y responsabilidades y los niños se convertirían en su único tema de conversación durante los próximos tres años.
Más tarde recibí un mensaje en mi móvil. El destinatario era Iván el misterioso y el mensaje ponía así: "Soy Iván. He estado fuera. Te debo una explicación. Me es imposible llamarte ahora, pero podríamos quedar mañana a las 5 en el Parque de las Flores".
Le contesté con un breve: "Ok. Allí estaré". - Y me fuí a dormir emocionada.
1 comentario
alba -
ya se que hace mucho que escribiste esto, pero es que me ha gustado mucho y me has dejado con la intriga de que pasa al final, he estado buscando la continuacion pero nada